Los comienzos de la ciencia española se remontan (dejando aparte el primitivo saber de san Isidoro de Sevilla) a la civilización hispanoárabe y sobre todo a la gran escuela astronómica de Toledo del siglo XI encabezada por al-Zarqalluh (conocido por Azarquiel en la España medieval). Después de la conquista de la ciudad de Toledo por el rey Alfonso VI en 1085, comenzó un movimiento de traducción científica del árabe al latín, promovido por el arzobispo Raimundo de Toledo (véase Escuela de traductores de Toledo). Este movimiento continuó bajo el patrocinio de Alfonso X el Sabio y los astrónomos de su corte (entre los que destacó el judío Isaac ibn Cid); su trabajo quedó reflejado en los Libros del saber de astronomía y las Tablas alfonsíes, tablas astronómicas que sustituyeron en los centros científicos de Europa a las renombradas Tablas toledanas de al-Zarqalluh.
En la primera mitad del siglo XVI España participó en el movimiento de renovación científica europea, en el que intervinieron de forma destacada Juan Valverde de Amusco, seguidor de Andrés Vesalio, y la escuela de los calculatores —promotores de la renovación matemática y física— a la que pertenecían Pedro Ciruelo, Juan de Celaya y Domingo de Soto. El descubrimiento de América estimuló avances, tanto en historia natural (con José de Acosta y Gonzalo Fernández de Oviedo) como en náutica (con Pedro de Medina, Martín Cortés y Alonso de Santa Cruz).
Después de que Felipe II prohibiera el estudio en el extranjero, la ciencia española entró en una fase de decadencia y neoescolasticismo de la cual no saldría hasta finales del siglo XVII, con el trabajo de los llamados novatores. Este grupo promovía semiclandestinamente las nuevas ideas de Newton y William Harvey, y a él pertenecían, entre otros, Juan Caramuel y Lobkowitz, Juan de Cabriada y Antonio Hugo de Omerique, cuya obra Analysis Geometrica (1698) atrajo el interés de Newton. En la misma época desde Nueva España, Diego Rodríguez comentó los hallazgos de Galileo.
El sistema newtoniano, todavía prohibido por la Iglesia, se difundió ampliamente en el mundo hispano del siglo XVIII, a partir de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (socios del francés Charles de La Condamine en su expedición geodésica a los Andes) en la península Ibérica, José Celestino Mutis en Nueva Granada y Cosme Bueno en Perú.
El otro pilar de la modernización científica de la Ilustración fue Linneo, cuya nomenclatura binomial fascinó a toda una generación de botánicos europeos, estimulando nuevas exploraciones. En España, Miguel Barnades y más tarde sus discípulos Casimiro Gómez Ortega y Antonio Palau Verdera enseñaron la nueva sistemática botánica. El siglo XVIII fue la época de las expediciones botánicas y científicas al Nuevo Mundo, entre las que destacaron la de Mutis (corresponsal de Linneo) a Nueva Granada, la de Hipólito Ruiz y José Pavón a Perú, la de José Mariano Mociño y Martín de Sessé a Nueva España, y la de Alejandro Malaspina alrededor del globo. También en las colonias la ciencia floreció en instituciones como el Real Seminario de Minas de México, el Observatorio Astronómico de Bogotá o el Anfiteatro Anatómico de Lima.
Las Guerras Napoleónicas y de Independencia interrumpieron el avance de la ciencia tanto en la península Ibérica como en Latinoamérica. En Espãna la recuperación fue muy lenta; la vida científica desapareció prácticamente hasta la entrada de nuevas ideas —el darwinismo en primer lugar— como secuela de la Revolución de 1868 y la I República. En esta renovación científica desempeñó un papel fundamental el neurólogo Santiago Ramón y Cajal, primer premio Nobel español (en 1906 compartió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina con el médico italiano Camillo Golgi por la estructura del sistema nervioso); también intervinieron José Rodríguez de Carracido en química, Augusto González de Linares en biología, José Macpherson en geología y Zoel García Galdeano en matemáticas. En América Latina pueden referirse como representativas de la renovación científica del siglo XIX una serie de instituciones positivistas: en México, la Sociedad de Historia Natural (1868), la Comisión Geográfico-Exploradora (1877) o la Comisión Geológica (1886); en Argentina, el Observatorio Astronómico (1882), el Museo de Ciencias Naturales (1884), la Sociedad Científica Argentina (1872), el Observatorio de Córdoba (1870), dirigido por el estadounidense Benjamin Gould, y la Academia de las Ciencias de Córdoba (1874); por último en Brasil, la Escuela de Minas de Ouro Preto, el Servicio Geológico de São Paulo y el Observatorio Nacional de Río de Janeiro.
Gracias al empuje que el Premio Nobel de Ramón y Cajal dio a la ciencia en general, en 1907 el gobierno español estableció la Junta para la Ampliación de Estudios para fomentar el desarrollo de la ciencia, creando becas para el extranjero y, algo más tarde, una serie de laboratorios. Cuando Pío del Río Hortega se instaló en el laboratorio de histología establecido por la Junta en la Residencia de Estudiantes de Madrid, se convirtió en el primer investigador profesional en la historia de la ciencia española. El centro de innovación en ciencias físicas fue el Instituto Nacional de Física y Química de Blas Cabrera, que a finales de la década de 1920 recibió una beca de la Fundación Rockefeller para construir un nuevo y moderno edificio. Allí trabajaron Miguel Angel Catalán, que realizó importantes investigaciones en espectrografía, y el químico Enrique Moles. En matemáticas el centro innovador fue el Laboratorio Matemático de Julio Rey Pastor, cuyos discípulos ocuparon prácticamente la totalidad de cátedras de matemáticas de España. Muchos de ellos fueron becados en Italia con Tullio Levi-Civita, Vito Volterra, Federigo Enriques y otros miembros de la gran escuela italiana, cuyo manejo del cálculo tensorial les había asociado con la relatividad general de Einstein. Rey Pastor fue un impulsor de la visita que Einstein realizó a España en 1923, en la que el físico alemán fue recibido sobre todo por matemáticos ya que la física estaba mucho menos desarrollada. En biomedicina, además de la neurohistología, adquirió relevancia la fisiología, dividida en dos grupos: el de Madrid, regido por Juan Negrín, quien formó al futuro premio Nobel Severo Ochoa, y el de Barcelona, dirigido por August Pi i Sunyer. Durante la década de 1920 ambos grupos trabajaron en la acción química de las hormonas, sobre todo de la adrenalina.
En América Latina la fisiología, al igual que en España, ocupaba el liderazgo en las ciencias biomédicas. Los argentinos Bernardo Houssay y Luis Leloir ganaron el Premio Nobel en 1947 y 1970 respectivamente; fueron los primeros otorgados a científicos latinoamericanos por trabajos bioquímicos. En física, distintos países consideraron que la física nuclear era el camino más práctico hacia la modernización científica, debido a la facilidad para obtener aceleradores de partículas de países europeos o de Norteamérica. No obstante, la física nuclear comenzó por su mínimo coste con el estudio de los rayos cósmicos. En la década de 1930, los brasileños Marcello Damy de Souza y Paulus Aulus Pompéia descubrieron el componente penetrante o ‘duro’ de los rayos cósmicos; en 1947 César Lattes, investigando en el Laboratorio de Física Cósmica de Chacaltaya (Bolivia), confirmó la existencia de los piones (véase Física: Partículas elementales). También la genética resultó ser un campo de investigación fructífero en América Latina. En 1941 el genetista estadounidense de origen ucraniano Theodosius Dobzhansky emprendió el primero de sus viajes a Brasil donde formó a toda una generación de genetistas brasileños en la genética de poblaciones. Su objetivo era estudiar las poblaciones naturales de Drosophila en climas tropicales para compararlas con las poblaciones de regiones templadas que ya había investigado. Descubrió que las poblaciones tropicales estaban dotadas de más diversidad genética que las templadas y, por lo tanto, pudieron ocupar más ‘nichos’ ecológicos que éstas.
Tanto en España como en América Latina la ciencia del siglo XX ha tenido dificultades con los regímenes autoritarios. En la década de 1960 se produjo en Latinoamérica la llamada ‘fuga de cerebros’: en Argentina, por ejemplo, la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires perdió más del 70% del profesorado debido a las imposiciones del gobierno contra las universidades. Bajo la dictadura militar de la década de 1980, los generales expulsaron de este país a los psicoanalistas, y el gobierno apoyó una campaña contra la ‘matemática nueva’ en nombre de una idea mal entendida de la matemática clásica. En Brasil, bajo la dictadura militar de la misma época, un ministro fomentó la dimisión de toda una generación de parasitólogos del Instituto Oswaldo Cruz, dando lugar a lo que se llamó ‘la masacre de Manguinhos’.
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